La URSS, y su puta madre
Casi todo está en Lenin
Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado
El Congreso tuvo consecuencias inmediatas. El Comité Central, cierto, confirmó a Zinoviev como presidente del Comité Ejecutivo de la Konmintern; pero, la verdad, daba igual, porque poco tiempo después esa figura fue abolida. Por otra parte, Kirov reemplazó a Zinoviev al frente del Partido en Leningrado; Kamenev fue relevado como vicepresidente del Sovnarkom y presidente del Consejo de Trabajo y Defensa. Zinoviev y Kamenev permanecieron en el Politburo; pero en la misma elección entraron como miembros de pleno derecho Molotov y Voroshilov, o sea, dos stalinitos.
En el discurso final del congreso, Stalin lanzó constantes invectivas contra las personas destacadas como miembros de la nueva oposición, es decir Kamenev, Zinoviev, Sokolnikov o Milhail Milhailovitch Lashevich. Asimismo, también se permitió el lujo de meterse con Santa Krupskaya, de cuyo informe dijo que era “pura basura”. Además, había comenzado a hacer una cosa que ya sería marca de la casa para siempre: citar en sus discursos entrecomillados de él mismo. Cada vez se sentía más seguro.
Por supuesto, no olvidó a Trotsky. De forma un tanto generosa, buena prueba de que se sentía seguro y en pleno dominio de los tiempos, se posicionó personalmente en contra de expulsar a miembros de la elite bolchevique del Comité Central; aunque es evidente que ya estaba pensando en labrar la desgracia política de su gran rival. “Nosotros estamos por la unidad, no por las expulsiones”, declaró campanudo. Además, insinuó, en el terreno de los principios, su apoyo a medidas de flexibilización y democratización del trabajo partidario. Fue claramente aplaudido, pero se guardó de hacer propuestas concretas, como, por ejemplo, la rotación obligatoria en puestos de dirección política; una idea de Lenin. En otras palabras, el XIV Congreso vino a ser la reunión en la que Stalin cogió del leninismo lo que le apeteció, decidió que eso y nada más era el leninismo, y se declaró defensor a muerte de ese legado contra sus enemigos dentro y fuera del comunismo.
Trotsky era un hombre de mala salud de hierro. Siempre estaba rodeado de doctores y, a pesar de todas sus ocupaciones, trataba siempre de llevar una vida sana haciendo algo de ejercicio y actividades de exterior. En la primavera de 1926, aquejado de ciertas molestias, decidió ir a una visita médica a Berlín. En el Politburo le dijeron que salir de la URSS no era seguro para él, y que en Moscú le podían tratar igual de bien; pero León era muy tozudo, como le ocurre a todo el mundo que cree sinceramente que el resto del mundo es subnormal, y no les hizo caso. Así las cosas, se le prepararon unos papeles para el viaje a nombre de un tal Kuzmenko, un miembro de la dirección del Comisariado de Educación en Ucrania. Casi un Don Nadie, pues. Zinoviev y Kamenev fueron a la estación a despedir a Lev y a Natalia Ivanovna Sedova, su mujer. Ambos partieron con Sermuks, el fiel comandante del tren blindado donde había vivido Trotsky en los años difíciles.
Trotsky, como buen narcisista, no era nada consciente de sus limitaciones. Y las tenía. Lev Davidovitch nunca entendió que, cuando se está en una guerra por el poder, se debe poner todo a disposición de esa guerra; pero, claro, él vivía convencido de que ganaría esa guerra con la gorra. Así las cosas, cometió errores de principiante, como no haber estado en el funeral de Lenin y, también a veces no aparecía por las sesiones del Politburo porque tuviera otras cosas que hacer. El viaje a Berlín fue uno de esos detalles que, de haber sido más listo o, por lo menos, algo más consciente de lo tonto que era, tal vez no habría hecho.
Trotsky escribiría con los años que fue durante aquel viaje a Berlín cuando se dio cuenta de que no era posible llegar a ninguna componenda con Stalin. Si es cierta esta afirmación es, la verdad, una prueba más del pensamiento algo naïf del célebre revolucionario; pues en eso Stalin le llevaba, como poco, dos o tres años de adelanto, lo cual habría de notarse en el enfrentamiento final. El detalle de la estación le había enseñado, cuando menos en su visión, que Kamenev y Zinoviev estaban con él; y, como quiera que los consideraba bastante inteligentes y a Stalin lo consideraba un subnormal mediocre, lo lógico es que pensara que el partido estaba ganado desde antes que pitara el árbitro.
En Moscú se había quedado un Iosif Dzughashvili bastante más pragmático. Ya hemos visto que, para entonces, Stalin había tomado posicionamientos públicos contra Trotsky; pero lo que estaba haciendo, fundamentalmente, era buscar la forma de segar la hierba debajo de sus pies. Justo antes de casi cada reunión del Politburo, Stalin organizaba una especie de tormenta de ideas entre las personas de su equipo, para buscar formas de debilitar a Trotsky. En realidad, lo hizo desde la enfermedad y muerte de Lenin. Por ejemplo, el 10 de diciembre de 1924, después de haber leído un informe en el que Trotsky era apelado de “el líder del Ejército de los Trabajadores y el Campesinado”, le escribió a Frunze exigiéndole que los folletos que había leído fuesen inmediatamente revisados. A los pocos días, Frunze le escribió asegurándole que en ningún texto formativo militar Trotsky sería ya nunca descrito de esa manera. De hecho, fue Stalin quien presionó para que, a partir más o menos de ese momento, ningún pueblo ni fábrica ni de la URSS recibiese el nombre de León Trotsky.
Entre el XIV y el XV Congreso, es decir, entre 1925 y 1927, Stalin se convirtió en impulsor y director de un montón de reuniones, tanto del Comité Central como de la Comisión de Control del Partido, el Comité Ejecutivo Central o el Politburo, para tratar el tema de las fuerzas de oposición y la necesidad de unidad que preconizaba en sus discursos. El Partido, impulsado por estas reuniones, comenzó a aprobar una serie de medidas correctoras, como llamadas de atención, penalizaciones, esas cosas. En ese momento, sería injusto decir que los hombres que siguieron a Stalin lo temían: temían, sinceramente, a esa oposición a la que Stalin quería acorralar. En 1926. Stalin cobró su primera pieza de caza mayor cuando logró ser suficientemente apoyado como para echar a Zinoviev del Politburo. Eso fue en julio; en octubre echó a Trotsky. Kamenev, asimismo, fue relevado como miembro candidato. El Comité Central, por aquellas fechas, también dejó prácticamente sin contenido la labor de Kamenev en la Komintern. Esto es lo más visible; pero lo cierto es que hubo un rosario de ceses y sustituciones, a todo lo largo de la densa estructura partidaria, en la persona de aquéllos más identificados con Trotsky o la parejita.
En la XV Conferencia del Partido, Stalin criticó abiertamente a sus tres némesis: Trotsky, Zinoviev y Kamenev. Esto fue en octubre de 1926; en diciembre, amplió sus acusaciones en el VII Pleno del Comité Ejecutivo de la Komintern. Las notas de aquella reunión demuestran que Stalin fue con todo: la distancia de Trotsky respecto del bolchevismo en los tiempos prerrevolucionarios, la tibieza de Zinoviev y Kamenev en las horas previas al golpe de Estado (recordad: eso mismo que él había perdonado en discursos públicos y considerado meramente “accidental”), sus críticas a la dictadura de Partido. Todo. De hecho, su discurso ante la Komintern, Una vez más, sobre las tendencias socialdemócratas en nuestro Partido, duró nada menos que cinco horas. Fue una meticulosa descripción de cada pequeño o gran error cometido por alguien adscrito a la oposición durante los previos diez o quince años. No se dejó nada.
Los opositores tuvieron turno de palabra; pero lo usaron mal, poco preparados como estaban. Zinoviev y Kamenev eran dos pensadores, intelectuales diríamos hoy. No eran hombres de acción (razón por la cual, en las horas decisivas de 1917, opinaron lo que opinaron). Así las cosas, trataron de salvarse escudándose en una tupida malla de citas de Marx, Engels y Lenin. Pero sus palabras hicieron el efecto de esa escena descrita por Woody Allen, en la que su novia llega a la cita de ambos y le dice que viene de clase de Filosofía: “hoy nos han enseñado que el tiempo no es ni deja de ser, sino que es una percepción al tiempo volátil e inmanente”; y Allen contesta: “lo que tú quieras, pero llegas tres cuartos de hora tarde”.
Quien sí se hubiera podido defender mejor, pues era un orador más que contrastado, fue Trotsky. Pero tampoco lo consiguió, porque su sobradismo narcisista le había llevado, demasiadas veces, a atacar, no sólo a Stalin, sino al Comité Central, al Politburo, al Partido. Tras la exposición de Stalin, le resultaba imposible aparecer como un devoto comunista sino, más bien, como lo que yo cuando menos creo que era: un tipo que vivía convencido de que el mismísimo Jesucristo, acompañado de Allah y Buda, tendría que descender de los cielos para entregarle, el loor de santidad, el cargo de máximo mandatario del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Yuri Alexandrovitch Larin, nacido Milhail Alexandrovitch Lurie, que es especialmente recordado por ser suegro de Bukharin, intervino justo después de Trotsky para clavar el último clavo de su ataúd político al decir: “camaradas, hoy la revolución ha crecido más que uno de sus líderes”.
La Komintern, de hecho, seguiría siendo teatro de este enfrentamiento. En mayo de 1927, la organización comunista internacional tenía que debatir la situación en China. El 24 de mayo de 1927, Stalin dio un discurso en el X Pleno del Comité Ejecutivo de la Komintern. Fue un discurso durísimo que, la verdad, yo creo que se cita poco. Stalin reprochó a Trotsky y Zinoviev haber hecho duros ataques personales a personas de la cúpula soviética y, luego, reprochó a Trotsky que pretendiese que, con la que estaba cayendo (en referencia a China) pretendiera que la Komintern estuviese todo el día hablando de su caso. Dijo que, en realidad, Trotsky no era tan importante, y terminó refiriéndose a él y a Zinoviev con el apelativo “semi mencheviques”.
Meses después, Trotsky fue expulsado del Comité Ejecutivo de la Komintern.
La oposición no quiso parar. Yo creo que los más inteligentes de entre ellos ya se estaban barruntando que les iba la vida en ello; que, si perdían, perderían algo más que el prestigio, el poder, el vodka y las putas. En la primavera de 1927, 87 partidarios de Trotsky enviaron al Comité Central una propuesta de programa político. Siguieron varias reuniones del Comité Central y de la Comisión Central de Control, cuyo resultado final fue la expulsión del Comité Central, en octubre, de Zinoviev y Trotsky. Al mes siguiente, fueron expulsados del Partido, decisión ratificada en diciembre por el XV Congreso. También se procedió a la expulsión de otros 25 comunistas, entre ellos Kamenev.
En esas condiciones, Stalin llegó al XV Congreso, en diciembre de 1927, convertido en el líder indiscutido del PCUS. En parte, ciertamente, había diseñado una cúpula comunista que le era fiel. Pero en otra parte, innegable, estaba explotando los miedos que provocaba Trotsky, que eran muchos; y, sobre todo, los innúmeros errores estratégicos de su rival. Conocer la actitud y acción futura de Stalin hace que mucha gente crea ver en su apoteosis de finales de 1927, estruendosamente aplaudido tras su ponencia política y tras el discurso de clausura, el resultado de un Stalin posterior; los aplausos del miedo. Pero no es así. Mi opinión personal es que el 99% de los delegados del XV Congreso aplaudieron a Stalin con total convicción y sin inquietudes personales. Simplemente, lo aceptaban como su nuevo líder; porque el comunismo siempre necesita un líder al que admirar y obedecer más allá de lo que cualquier racionalidad exigiría. Y ese hombre, en diciembre de 1927, o era Stalin, o era Trotsky. Y, la verdad, para escoger a Trotsky, un tipo que trataba a sus contrincantes políticos con la displicencia de un Azaña; que daba la impresión en sus escritos de ser capaz de sacrificar la embrionaria estabilidad del régimen soviético por una quimérica revolución mundial; que había osado incluso insinuar que su inteligencia estaba por encima de la de Lenin; para escoger a Trotsky, digo, había que estar hecho de una madera que suele escasear bastante (hecho que explica que el trorskismo tienda a ser tan minoritario).
El 23 de octubre, una reunión conjunta del Comité Central y la Comisión Central de Control había decidido introducir el tema de la oposición trotskista en el orden del día del congreso. Sin embargo, la oposición todavía jugó una carta. La carta. A través de protestas verbales y notas, defendió la idea de que la organización del congreso estaba escamoteando el que debía ser el principal punto del orden del día: la carta de Lenin. Para Stalin, ya fue más que suficiente. En su ponencia política, volvió a desatar otro ataque frontal contra Trotsky, del que, dijo, “entre 1904 y la revolución de octubre estuvo buscando acuerdos con los mencheviques y llevando a cabo una lucha desesperada contra el Partido de Lenin”. De nuevo, desplegó todos los agravios posibles, hasta las veces que Trotsky había llamado a su compañero Maximilien Lenin, comparándolo con Robespierre. Por supuesto, también convocó en su defensa hechos tan notables como que el primer folleto escrito por Trotsky, Nuestras tareas políticas, llevaba la dedicatoria, que Stalin leyó en voz alta: a mi querido maestro, [el menchevique] Pavel Borisovitch Axelrod.
Seguidamente, consciente de que tenía que hacerlo, Stalin atacó el tema de la carta de Lenin, con una interpretación, digamos, muy suya: “Se ha dicho muchas veces, nadie lo oculta, que la carta de Lenin se elaboró para el XIII Congreso; allí fue leída, y el congreso decidió unánimemente no publicarla, porque el propio Lenin no quería verla publicada”. La mayoría de esta teoría es bullshit. Lenin nunca dejó claro para qué congreso estaba escribiendo su carta. La carta, por otra parte, no fue leída en el XIII Congreso; sólo lo fue de forma restringida en algunas delegaciones. El congreso nunca votó, ni unánimemente ni por mayoría de cualquier otro tipo, acerca de la no publicación. Y, acerca de la idea de que Lenin no quería verla publicada, eso era algo que, simple y llanamente, Stalin se estaba inventando.
De todas formas, Stalin tuvo en qué apoyarse para sustentar sus ideas. En septiembre de 1925, el Politburo, a instancias de Stalin, había logrado arrancarle al mismo Trotsky una declaración escrita sobre la carta de Lenin, que fue publicada por Bolshevik. En dicha declaración, Trotsky decía que Lenin no había dejado ningún tipo de testamento, y que defender esa idea era una tontería. Trotsky aceptó esta declaración porque estaba muy presionado por los rumores (animados por Stalin) en el sentido de que, si la carta de Lenin había llegado a occidente, cosa que había pasado, había sido porque Lev la había filtrado. Pero, en todo caso, el hecho de que hubiese escrito eso en 1925 y que ahora, en el congreso, se empeñase tanto en que se hablase de la carta como si fuese el testamento de Lenin, lo hizo aparecer como un maniobrero (o sea, como lo que era).
Un par de apuntes.
ResponderBorrarTrotsky con su personalidad podía espantar apoyos en vida.
Pero luego eso no debería influir para que sea una tendencia minoritaria. Lo que influye es como actúen los líderes de los grupos cuyos que invoquen su ideología.
Por otro lado, lo de Stalin diciendo en un primer momento que no está por las expulsiones, me recuerda a ese presidente de equipo de de fútbol en crisis que ratifica al entrenador...sabes que eso significa que el misterio tiene los días contados.
El trotskismo siempre tendrá el hándicap de su internacionalismo, que es muy poco pragmático. Pero es cierto que sus dirigentes suelen poner las cosas eores. Mayo del 68, por ejemplo.
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